Le cuento a mi mamá sobre mis plantas de jitomate. Es una de las pocas cosas sobre las que aún podemos conversar. Le digo que tengo tomates tipo beefsteak que trasplanté de macetas pequeñas a medianas. Que oscilan entre verse frondosos, verdes y prósperos, y tener las hojas encogidas, secas en los bordes y perder algo de color cuando me olvido de regarlos por mucho tiempo.
Ella me cuenta sobre sus tomates, y sobre las papas que plantó en la misma maceta donde enterró un hueso de durazno, esperando que funcionara — mitad esperando que floreciera, mitad sabiendo que era toda una apuesta.
Me dice que buscó a mi abuela para pedirle consejos sobre los tomates de su huerto, que todavía no han dado frutos. Me habla de mi abuela y de la parra de jitomates que cultivó en el jardín, simplemente empujando medio tomate maduro en la tierra, dejando que las semillas se anidaran en el suelo casi sin ninguna interferencia.
Y yo imagino las manos de mi abuela, el esfuerzo que fue para ella agacharse hasta el suelo con las caderas débiles y doloridas, solo para presionar un tomate viejo en la tierra del jardín. A pesar de su movilidad tan reducida, soportaba el dolor para cultivar — para tener jitomates. para tener jitomates.
Me cuenta que mi abuela hizo un enrejado con algunas ramas y un poco de hilo, y que ese medio tomate se convirtió en una vid llena de racimos rojos y carnosos, que mis primos cosechan para ella.
Ella le dice a mi mamá: “El jitomate es muy fácil de crecer.”
Jitomates más allá de las fronteras
Es lo más cerca que las fronteras me permiten estar de mi abuela, lo más cerca que las fronteras dejan que mi mamá — hija de ella — esté de su propia madre. Lo más cerca que mi corazón me deja estar de mi mamá. Tres huertos multigeneracionales de jitomates creciendo en diferentes partes del mundo al mismo tiempo.
Unas semanas después, mientras mezclo un fertilizante 4-4-4 en la tierra antes de replantar mis jitomates, pienso en mi mamá y en mi abuela y en nuestros tres huertos separados, cada uno al otro lado de una frontera que nos robó tiempo. Tengo tierra y fertilizante bajo mis uñas, tierra en mi cabello, tierra pegada a mi overol de mezclilla mientras saco una plantita de una maceta mediana, sosteniéndola en mis brazos, pegándola contra mi barriga, contra mi útero, en ese espacio liminal donde el tiempo y las fronteras no existen, y la coloco en una maceta negra de cinco galones con tierra, fertilizante y un poco de mi sudor y sangre, proveniente del enrejado de ramas espinosas que me pincharon los dedos.
Un ritual de sangre de jitomate para mis antepasados y para las mujeres de mi familia — cultivar es ceremonia, es ritual, es oración, es sin fronteras.
Pienso en todas las recetas de la cocina mexicana que requieren abundancia de jitomates: arroz, sopa de fideo, salsas, birria, tortas ahogadas, tamales. E imagino cosechar grandes jitomates beefsteak de mi huerto y untarlos con sal y limón, como los anhelaba cuando estaba embarazada de mi hijo, hace nueve años.
Jitomates como lengua que persiste
Cuando termino, riego mis rosales, rosas carpinteras que compré en el vivero cerca de casa. Me recuerdan a la casa donde crecí y a los rosales que mi mamá plantaba, los rosales junto a los que me sentaba a leer mis libros favoritos en las tardes cálidas de primavera.
Riego la bugambilia, mi yerba buena — que planeo usar medicinalmente, como mi abuela enseñó a mi mamá y mi mamá me enseñó a mí. Un frasco de alcohol con ramitas de yerba buena para el dolor muscular. La misma mezcla que solía aplicarme en las piernas en la madrugada, cuando ya no soportaba el dolor de huesos por los estirones de crecimiento.
Después, riego los jitomates en tierra fresca. Las hojas parecen más felices, erguidas, más verdes, vivas. Y pienso de nuevo en mi mamá — parece estar en todas partes en este pequeño jardín mío, como si fuera un deseo inconsciente de conectar con mi linaje matrilineal; de doblar y distorsionar el tiempo, de borrar las fronteras — tanto las físicas como las del corazón — que separan a mi mamá de su madre, que me separan de las dos.
Cultivar jitomates como forma de recuperar el tiempo y todo lo que la frontera nos roba — a mi familia, a mí. Cultivar jitomates es memoria ancestral, es amor como supervivencia — amor como resistencia. Cuidar el jardín al lado de las mujeres de mi familia, con ellas, por ellas — a pesar de la frontera.
Tener jitomates para mi abuela, para mi mamá, para mis hijas, para mí.
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